dossier wilson bueno

Wilson Bueno nos habrá legado no pocos textos marcantes, innecesario aquí subrayarlos. ¿A quiénes, nos/as? Cuestión abierta. Por de pronto, para algunos/as, que, en la experiencia de la amistad –no exenta, a ratos, de filosas discordancias–, habremos vislumbrado la móvil radicalidad de su escritura. Textos marcantes no sólo o no tanto en contexto curitibano o brasilero o aun latino- y/o ladinoamericano. Textos marcantes abiertos al descontexto o al contexto por venir en cada textura en que sus marcas marafas se entrelacen, confluyan y vuelvan inéditamente a desarmar todo contexto predeterminado. Otra vez: Wilson Bueno nos habrá legado no pocos textos marcantes, innecesario aquí subrayarlos. Allende la necesidad y la innecesidad del caso, con todo (y nada), cómo no hoy subrayarlos, económica y/o dispendiosamente, cómo no saludarlos.

reynaldo jiménez / andrés ajens junio 2010

sábado, 19 de junio de 2010

Un amor a última vista


Wilson Bueno, poeta y lujurioso gaucho-beduino-afro-hispano-guaraní. Su anónimo nombre: Água lume, monstruo marino y aéreo capaz de volar a considerables altitudes y retornar intacto al fondo de las aguas. Su altazor: un mar donde nadie lo esperaba, en una tierra donde todos lo deseaban. Sólo se sabe de su vida que cambió varias veces de “estado” sin abandonar la mixtura aberrante de la lengua y la insistencia de la comicidad desenfadada. Signos particulares: viajaba sin moverse de su sitio. No adhirió jamás a las lenguas mayores. Deseó pertenecer al canto del seco norte, acuoso de lengua, como el de Guimarães Rosa. Desde Primeiras Estórias (1962) a Meu tio Roseno, a cavalo (2000), nunca abandonó la irrupción de los acontecimientos, las constelaciones, los incorporales y las paradojas que atraviesan la existencia. Evitó la fealdad moral y se dedicó a la zoología. Quizás, será recordado por sostener la poesía en la prosa, como una microscopía especializada en espirales. Gustó de las singularidades que nos toman a contrapelo. Ilustraba lo que él mismo escribía: que hay vidas en las que las dificultades cotidianas se deslizan sin cesar a través de un teleteatro trágico y por una ortografía errática. Así vivió yendo más lejos de lo que habría creído poder.

Explicó a poetas y filósofos que su constancia casi obsesiva sólo buscaba una criatura microscópica, juguetona y feroz, como el Brinks -el acontecimiento de Mar paraguayo- para poder huir de la representación y del sentido. Brinks’ michimirá’ itotekemi es la criatura como pura afirmación del afecto imperceptible, del gesto que aglutinando sufijos alcanza una presencia resbalosa en la lengua y una ausencia del objeto. Invisible, el Brinks, dice de una existencia humilde, precaria, y sólo por ello, suntuosa, intensa, vertiginosa y escurridiza. Se dirá que esas cualidades definen a uno de los más grandes escritores de frontera, un maestro del dialecto y del desliz entre idiomas. A veces fue perseguido por su desenfado, otras por ser objeto de una envidia que jamás cesó. Despreciaba esas miserias, a causa de una alegría paranaense confesa, la de inventar especies, espacios y pueblos. Esa linde arrojó dos grandes al mundo: Paulo Leminski, el experimentador de Catatau y Wilson Bueno, el inventor de Mar paraguayo. De modos distintos, cada paranaense sedujo y arrastró con el movimiento que describe.

Wilson Bueno supo escribir “la vida –causticante y feroz. Unos días, tango; outros, puro bolero-canción”. De temperamento altivo, sólo soportaba el pueblo de las márgenes. Su ironía fue formidable, su humor rastrero, un rayador. Una dicción por momentos lenta y dulce, irrumpía cortada por el torbellino nervioso de las mezclas. Su voz fue comparada con la de un brujo, como la de aquel otro chamán Néstor Perlongher. Una vez frente a él le pregunté en un hotel de São Paulo antes de que partiera a Curitiba, ¿cómo conociste a Pelongher? Contestó seco y sonriente: “por teléfono…”, después corrigió: “me envió una carta a la redacción de Nicolau, luego tuvimos una inmersión telefónica. Nunca lo vi, pero era como si nos conociéramos desde siempre”. Noble y veloz, siempre supe que sentía horror por todo gesto que menoscabe al otro y siempre vi en él un amante de las presencias invisibles.

Escribió mucho sobre imprevistos, torsiones y vértigos. Escribió sobre invenciones que perturban cualquier imitación. Fue hacia la “médula palpitante de la lengua” para tratar de infiernos, de amores y de monstruos. Entre el lujo resplandeciente de jardines zoológicos y manuales de zoofilia, se imprimió una única insistencia en su escritura: el amor. Esa solitaria rosa en el desierto. Escribió “ô el simple sentimiento odioso de que es impossible, de que es impossible uno vivir sin que caiga y se levante, sin que levante-se y se caiga de nuevo. Recorriente, sombría compulsión de los devotados a lo áspero oficio de uno querer sin conta y sin frenos…

El vértigo de su escritura y su estela, es para mí como su imagen partiendo a Curitiba: un amor a última vista…

junio de 2010



adrián cangi / buenos aires


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